Ha muerto Juan Antonio Samaranch. Nos ha dejado el Papa del Deporte. Le leí este apelativo a Alfredo Relaño, director del diario AS, hace unos días. Y, en ese momento, me vino a la mente la imagen de Juan Pablo II. Los dos (Samaranch y Wojtyla) me transmitían la misma imagen: venerables y sabios ancianos a los que el mundo tiene mucho que agradecer y con una especie de aureola a su alrededor que los acercaba, al menos para mí, a figuras mitológicas.
Nací en 1985. Mis primeros recuerdos deportivos son de 1992: las Olimpiadas de Barcelona. Sin Samaranch, esos Juegos Olímpicos no hubiesen sido posible. ¿Y quién sabe? A lo mejor estaría hoy en día operando pacientes, haciendo auditorías o mezclando cemento en la obra. Aquellos Juegos, como a toda mi generación, me impactaron: Freddy Mercury y Montserrat Caballé en la ceremonía de apertura, el ¡Hola!, que daba la bienvenida al mundo, las lágrimas de Samaranch y el Rey, el "Amigos para siempre" de Los Manolos, el glorioso triunfo de Fermín Cacho en la final de 1.500 metros, con todo el estadio jaleando en plena recta final; los goles de Kiko, el oro de López Zubero, la garra de Arantxa, el judo, el waterpolo, el Dream Team,...
Juan Antonio amaba su ciudad y su país. En 1992, España dejó de ser un país tercermundista (deportivamente hablando) para colocarse en la elite del panorama olímpico. La edad de oro que hoy vivimos (fútbol, baloncesto, tenis, ciclismo, y tantos otros ases del deporte), nacieron y crecieron bajo la influencia de Barcelona 92. Además, políticamente nos abrimos al resto del mundo, quienes pudieron comprobar que la dictadura había quedado atrás. Pero este no fue el único mérito de Samaranch. Luchó por su país, pero sobre todo, luchó por el olimpismo, por el deporte.
El mundo venía de dos Guerras Mundiales que habían dividido el globo en dos partes. Deportivamente, los Juegos Olímpicos estaban más politizados que nunca. Samaranch derribó ese muro. Universalizó los Juegos, llevándolos incluso a Oceanía. Su última conquista fue la cerradísima dictadura comunista china: Pekín 2008. Tal es la huella que dejaba a su paso el expresidente del COI, que hasta los chinos han sentido su muerte.
Otra tarea realizada a la perfección por Samaranch fue la profesionalización de los Juegos. Con el paso del tiempo, los grandes atletas habían perdido el interés en ganar medallas olímpicas. Durante su mandato, Samaranch devolvió a los Juegos la fama y el honor que tuvieron en la antigua Grecia. Su primer gran triunfo fue conseguir que las grandes estrellas de la NBA acudiesen a la cita. Su último éxito en este apartado, actitudes como la de Rafa Nadal en Pekín, donde disfrutó de la experiencia olímpica como un deportista más. Si antes los cracks se borraban de la cita, ahora se lamentan de no haber podido participar en ella. Me vienen a la memoria palabras de Iker Casillas, capitán de la selección española de fútbol, quien dijo hace unos años que tenía la espinita clavada de no haber podido disfrutar de unos Juegos Olímpicos.
Pero no todo fueron alegrías durante sus años de presidencia (tanto real como honorífica). El escándalo de Salt Lake City le costó muchos disgustos, pero salió adelante. Una entidad débil se hubiese derrumbado ante esos acontecimientos, pero el COI que construyó Samaranch se supo reponer al batacazo. Pero su mayor disgusto se lo dieron hace unos meses.
Ejerciendo de profeta, Juan Antonio pidió un último favor a sus colegas del comité: los Juegos para Madrid en 2016. La petición cayó en saco roto y le dieron los Juegos a Río de Janeiro. Sin embargo, Madrid no se rendirá y el hecho de que los Juegos viajen por primera vez a Sudámerica es un signo más de la universalización iniciada por Samaranch en 1980. El deporte le echará de menos. Londres, Río de Janeiro y las siguientes citas olímpicas le rendirán homenaje. La llama olímpica ha perdido intensidad desde su muerte, pero gracias a personas como él, no se apagará nunca. Descansa en pau, Joan Antoni.
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